Cecilia Mendez Casariego

Textos

TU RECUPERACIÓN

Fundación Osde, Buenos Aires 2018.

Nunca me gustó tener lunares. Desde chica me desesperó la asimetría que generaban en mi cara. Ser liso, llano, simétrico. Los chicos siempre se desesperan por tocarlos, incluso los acarician para dormirse.

Sos un cielito estrellado, dijo, y fue una manera tan linda de decirlo.

A las arañas no hay que matarlas. Si matás una, las otras te pican. Una venganza en solidaridad con la muerta. Un melanoma, la más agresiva de las arañas. ¿Sería la viuda negra o la pollito?

Necesito una pared y una cama, donde poder mirar tranquila. Cualquier movimiento puede despertar un estado de ánimo imprevisto. Un placard con la puerta descascarada. La pintura se levanta como la piel vieja que deja asomar la nueva, clara y rosada.

Todos tenemos algo que emparchar.

Borrarle las manchas al tigre. Querer sacarlos, emprolijarme, alisarme. ¿Hubiera tenido que respetarlos?

Perdón que te maté. No sabía, no imaginé. Aunque un impulso de niña me haya hecho guardar el primero en la mesa de luz de mi mamá junto a mis dientes de leche. El lunar agarrado en una gasa con sus nervios como patas. Me negaba a tirarlo.

La piel es un límite entre el mundo y yo. Evita que me funda con las otras personas. Dicen también, la araña es la madre.

De ese tajo no queda casi nada. Tengo un don para lamerme las heridas.

CMC

 

 

ROSTROS QUE DICEN TODO

Entrevista por María Carolina Baulo

Nacida en Buenos Aires, Cecilia Mendez Casariego es escultora y docente, formada en Escuela de Bellas Artes “Manuel Belgrano” como Maestro Nacional de dibujo (2002) y Profesora en Artes Visuales (2012). Su formación se completa con las clases de dibujo con Marcia Schvartz en la Escuela de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova así como las clínicas de obra con Sergio Bazán y Silvia Gurfein.

CMC se cuestiona sobre las identidades, las apariencias, aquel rostro que nace con uno y aquel que se va transformando con el tiempo en la interacción con el entorno que habita. Y se preocupa por entender cuál de todas esas caras es la verdadera, o quizás todas ellas lo sean. Como escultora, se apoya en la figuración contundente de los gestos expresados en los rostros de los niños, en escalas totalmente disonantes con la realidad lo cual nos permite tomar cierta distancia pero aun así sentirnos tocados, identificados. Dice la artista: “El rostro humano se convierte en superficie de proyección de temas existenciales como la búsqueda de significado e identidad personal, proponiendo una reflexión sobre la persistencia de la existencia humana”.

En el 2013 es seleccionada para participar en la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires. Participa en diferentes muestras individuales y grupales siendo las más destacadas de la última década: “Los infantes en el paraíso”, Centro Cultural Recoleta (2015); “Diámetro y Caída”, Galería Schlifka Molina (2014); Bienal de Arte Joven, Ciudad Cultural Konex (2013); “Vistiendo época”, Mito Arte Contemporáneo, Uruguay (2013); “Tópica dérmica”, Mito Arte Contemporáneo, Uruguay (2012); “Las Octavas”, La Fábrica Perú (2011); “Verano”, Galería Jardín Luminoso (2010).

Maria Carolina Baulo: Cabezas: el tema principal de tus esculturas ya desde 2012. Aunque creo que sería más exacto hablar de rostros y expresiones, específicamente canalizados a través de la figura de los niños. Contanos sobre esta búsqueda.

Cecilia Mendez Casariego: Diría que me interesan mucho las personas. Trabajar con rostros es una manera de acercarse, de comprender. Observar niños, bebés, me permite conocer algo oculto, quizá no visible hoy. Es el comienzo de alguien, en un estado de pureza, de no contaminación, previas a su construcción social. Creo que ese fue el punto de partida de mi trabajo. Recopilar fotos de recién nacidos y observar.  Quería descubrir cuáles serían los primeros gestos inherentes a todos los humanos. Nuestros primeros pasos de comunicación. Ese primer diálogo que establecemos me obsesionaba, creo me obsesiona todavía. Al no existir el lenguaje, la comunicación está dada por lo visual.  Trabajo con la fantasía de que el rostro es completamente móvil, se va modificando con nuestras vivencias. La decisión de volverlos volumen es una manera de capturar esa trasmutación. Volver rígido lo móvil. Trabajar el movimiento de la forma.

Mirandolas hoy, ya no sé exactamente qué son. A veces me preguntan si son personas muertas. No fueron pensadas de esa manera, pero podrían ser seres previos a la existencia o posteriores. Son rostros que habitan objetos.

MCB: ¿Qué técnicas y materiales utilizas?

CMC: La mayoría de las obras están modeladas con porcelana fría. Me interesa este material porque me permite trabajar directamente, sin moldes. Es de secado rápido, no es tóxico y es suave al tacto. Además es ¡bastante económico! El interior de las obras tiene de todo un poco, lo que encuentro para generar volumen. Me divierte mucho construirlas de este modo. Me gustan los accidentes que producen en la forma final estos materiales improvisados. No sé si es importante saber esto para leer la obra, pero a mí me estimula trabajar de esta manera.

MCB: Renato Rita escribió: “Las inusitadas cabezas que Cecilia apoya en el cuerpo de la imaginación, incitan a una percepción interrogante: ¿podemos sostener ya en este mundo el exacerbado propósito de nuestros sentidos?”. ¿Cómo se identifica tu obra con esta definición?

CMC: Mientras trabajo me hago ese tipo de preguntas. Un conjunto de preguntas sobre el destino, el sentido de la vida, la identidad. Cuáles y cómo son las formas que vamos teniendo. Qué cosas afectan esa transformación. Cómo nos formamos afecta nuestra forma, O siempre hubiéramos sido los mismos. Elijo la cabeza y la escultura para canalizar estas preguntas.


MCB: Sobre la muestra colectiva (Cecilia Méndez Casariego, Cintia García y Sofía Reynal) “Diámetro y Caída” en la galería Schlifka Molina (2014). ¿Cómo funcionaron tus esculturas en diálogo con el trabajo de otros artistas?

CMC: Me gustó como se vieron las obras en ese espacio. Estaban desparramadas aleatoriamente por el piso de la galería, por grupos. Interrumpían el paso, aparecía alguna detrás de una pared, miraban por la ventana. No había un diálogo directo con las otras obras, y a la vez sí lo había. Intuitivamente funcionaban bien juntas. Quizá algo de la energía con que habían sido hechas.

MCB: Siguiendo la pregunta anterior, quien fuera el curador de la muestra, Sergio Bazán, calificó tu obra como una suerte de barómetro de los estados de ánimo infantiles que se hace presente tanto en los colores como en los volúmenes. Me interesa especialmente conocer cómo expresas plásticamente estas percepciones.

CMC: En esas primeras esculturas aparecía más visible la intención de capturar expresiones determinadas. Para mí esos gestos iban teniendo un color. En mi obra actual los gestos y los colores se fueron borroneando. Cómo si ya los hubieran transformado, dejando sólo la huella. Las cabezas se parecen más entre sí, pero a la vez cada una es única y diferente. Como una idea de inventario humano. Me interesa mucho la idea de unicidad de cada uno. Paradójicamente la idea de comunidad también está presente. Siempre pienso las obras como un conjunto.

MCB: ¿Cuáles son los planes para el futuro; ¿ pensás seguir profundizando esta línea de trabajo, tanto en tema como en estética o se te presentan nuevas inquietudes para empezar a desarrollar?

CMC: Estoy preparando una muestra para el Hospital Muñiz, encuadrado en un proyecto que se llama Museo Urbano. Tienen vitrinas en varios hospitales públicos de la ciudad de Buenos Aires. Es un proyecto que valoro muchísimo. Me parece muy loable tener la intención de acercar arte a donde  no llega con un ánimo de sanar. El vínculo entre arte y salud me interesa.

Estoy trabajando con figuras humanas en escala real materializadas en algodón. Estas figuras estarán ubicadas en una caja de vidrio. Uno cae y el otro quiere escapar.

Estoy preparando también una muestra para  Fundación Osde. Al estar sobre la calle  también será vista por un público masivo. Me resulta un desafío trabajar en esculturas de mayor escala. Entre mis primeras obras, había retratos de personas cercanas a mí, otras no tanto.  Tres de ellas poseen hoy en día, una condición, cada una diferente, pero que requiere un tratamiento, una atención especial. Tengo la intención de volver sobre esas imágenes ahora atravesadas por un proceso de recuperación. Estoy trabajando con otros materiales para simbolizar ese proceso. Los rostros poseen parches, cascos, máscaras, interrupciones. Un rescate.

 

 

Mirada blanca

IV JORNADA DE PERFORMANCE INVESTIGACION ANTROPOLOGIA DEL CUERPO

Aunque las cabezas de la cultura olmeca indiquen la importante profundidad temporal de la relación entre la escultura y el rostro, cuando se haga la historia del arte de los últimos años, la recurrencia a la cabeza por escultores contemporáneos deberá tener una explicación singular: por ejemplo en los españoles Jaume Plensa y Antonio López o el australiano Ron Muek.

Las esculturas de la serie Mirada Blanca de Cecilia Méndez Casariego podrían entrar en esa serie aunque optó por un cambio radical de escala. Sus cabezas son perturbadoras. Sobre diez cabezas de bebés sin cuello moldeó diferentes expresiones del rostro en porcelana blanca con matices negros y grises. Solo una, absolutamente negra, parece ensayar un rostro racialmente distinto. Pequeñas y casi redondas se parecen a irregulares pelotas de 15 cm de diámetro.

En las cabezas inventarios de gestos faciales de Méndez Casariego está la vieja pregunta sobre el origen de éstos que ya se planteara Darwin en “La expresión de las emociones en el hombre y los animales”. Pero hay algo más, las cabezas no son realistas y el efecto inventario deja lugar a la expresión indiferenciada anterior al gesto. ¿El sentido está en el rostro del bebé o en quien lo mira?

Las cabezas separadas del cuerpo y la serialización acercan a la obra al sentimiento de lo siniestro. Recuerdo los retratos fotográficos de bebés que se solían hacer hasta los años 60 en estudios de barrio. Se repetía la cabeza del bebé en diferentes expresiones de su vitalidad recién llegada al mundo. La operación era válida solo en la foto pues remitía al retrato de un sujeto. “Mirada Blanca” trayendo algo de aquellos retratos felices al espacio de lo tangible muestra que no lo son. Que se repite un rostro sin retrato ni cuerpo.

CARLOS MASOTTA

Este proyecto nació en mi cocina. Era invierno y acababa de ser mamá. Mi taller quedaba tres pisos por escalera. Pero tenía muchas ganas de trabajar. Venía haciendo hace un tiempo esculturas de cabezas de bebés grandes, de 70 x 70 x 70 cm aproximadamente. De repente el tamaño no me pareció necesario. Así que tomé los materiales que encontré en la cocina. Diario, papel de aluminio, film. Siempre uso materiales reciclables para la estructura de mis obras. Recubierto con porcelana fría tienen un efecto marmolado pero su interior es otra cosa. No es algo que quiera esconder tampoco. Usar materiales no costosos es una especie de declaración silenciosa de que ser artista no es fácil. Tiempo y plata. Pero a mí los accidentes que produce el diario debajo del material me encantan. Hace que todas las cabezas sean diferentes y únicas. Como diría mi mamá, la necesidad es la madre de todas las virtudes. Así fue cómo tratando de trabajar con poco tiempo descubrí un método de moldeado casero. Para hacer otra cabeza, en vez de empezar de nuevo, uso el papel de aluminio como aislante entre la original y la nueva. Modelo con porcelana encima del aluminio alterando algún rasgo. Así sucesivamente cada rostro es construido sobre el que sigue. Me interesa la idea de similitud en la diferencia.

Trabajo con muchas fotos de bebés ajenos. De mi hija todavía no, porque se me aparece la lucha con el parecido físico que no me interesa. Mi atención está puesta en las emociones que se traducen en el rostro. Esos primeros gestos involuntarios: la sonrisa, el llanto, la saciedad, el vacío. Y cómo esas vivencias afectan la fisonomía de una persona.      ¿O siempre hubiéramos sido los mismos?  ESTOY EN BUSCA DE LA CARA QUE TENIA ANTES DE QUE EL MUNDO FUERA HECHO, dice Yeats. ¿Seremos nosotros mismos una sucesión de caras una encima de la otra? El cómo nos formamos, ¿afecta nuestra forma? Son preguntas que me hago mientras trabajo y crío a la vez.

Hice como treinta ya, me gustaría llegar a cien. Poder mostrarlas todas juntas, porque la obra se compone de esas pequeñas diferencias que se aprecian en la cantidad y en la comparación. Que se puedan tocar. Su materialidad es suave, fría y sólida a la vez. Su peso  irreal. De lejos pueden ser rocas o esferas poli formes. Alguien me dijo que parecen bebés muertos, por estar despojados del cuerpo. O que son tétricos. Para mí no. Los angelitos retrataban al niño que partía para retener su imagen. Mi deseo es inmortalizar ese momento virgen, inocente y absolutamente singular de cómo venimos al mundo.

CECILIA MENDEZ CASARIEGO

 

 

Los infantes en el paraíso

Centro cultural Recoleta, Buenos Aires, 2015.

Son frágiles las cabezas que están por todas partes, arriba de la mesa, en el piso, en la ventana, contra la pared del fondo, en el rincón. “Tocalas”, me dice como quien te avisa que su perro es manso. Pero las cabezas me muerden mientras las miro desprevenida. Me muerden en recuerdos que no tengo, que no son míos pero igual los veo: el incómodo amarillo, el chupete como un chicle, las cejas brutales, el bostezo azul. Oigo la lengua afuera de un balbuceo que nunca oí. Ella me cuenta cosas mientras se mueve entre las cabezas con total naturalidad, como si no fueran a romperse de golpe, como si no fueran gomosas, suaves y blandas como el cráneo de un bebé de verdad. “A mí siempre me gustó la figuración”, dice, se chupa un pulgar y borra con la yema mojada un rayón en la frente de la cabeza rosa. Trabaja sin molde. No sabe cómo empezaron a salirle cabezas de las manos. No sabe cómo fue que del papel maché y la porcelana fría apareció el grito de un recién nacido. No sabe tampoco que eligió los materiales de la infancia para buscar los gestos perdidos de esas caras maleables que apenas duran unos meses. No sabe que está buscando en los años del preescolar la materia con la cual darle forma a lo que estaba antes del jardín. Para Walter Benjamin, la infancia entera estaba en el gesto de su mano de cinco años mientras armaba palabras con un juego de fillitas con letras. La mano puede soñar todavía con ese gesto, dice, pero ya no puede despertarse para ejecutarlo de verdad. “Puedo evocar la manera en que aprendí a caminar, pero eso no me sirve de nada. Ahora sé caminar; aprender otra vez, no voy a poder nunca más.” Esta exposición es el sueño de esa mano que ya no existe: es el sueño de una mano que aprende a hablar.

Nuestra cara de antes es un misterio; la que tenemos ahora no lo es menos. ¿Qué son nuestras caras, nuestros gestos, los pliegues familiares que forman nuestra risa o nuestra ira sino máscaras de tiempo y de cultura, poses y fabricaciones? En las muecas intuitivas de bebés despertándose a un mundo donde no tienen cuerpo, Méndez Casariego construye el paisaje de la máscara universal, el tiempo exacto de lo transitorio, el gesto de lo que está en gestación.

Esta obra sale de los bustos de los próceres labrados por la memoria colectiva, y se ocupa de orígenes más débiles, precarios, insignificantes. Ninguna historia nacional rememora el gesto perdido de un bebé anónimo. La artista persigue un fantasma que hace muecas, busca la minucia de esa sombra donde despunta lo inasible, el secreto, el origen de los orígenes, su cara antes de que el mundo sea. Es el maestro ignorante que nos enseña lo que no sabe: mientras construye con sus manos los gestos de una cara que está por desaparecer, como si viera en el bostezo de su hija la huella deleble de lo que vendrá, mojando papel y enfriando porcelana recupera los gestos perdidos del futuro y construye, con ellos, su propio rostro ausente, el enigma detrás de la máscara inquieta que nadie puede despegarse de la piel. Hace falta buscar en lo que se pierde aquello que no sabemos si alguna vez estuvo.

VICTORIA LIENDO

Las inusitadas cabezas que Cecilia apoya en el cuerpo de la imaginación, incitan a una percepción interrogante: ¿podemos sostener ya en este mundo el exacerbado propósito de nuestros sentidos? Las inabarcables muecas que el destino nos provee, las agobiantes infinitudes que nos diferencian, los inevitables signos del tiempo, el interminable asombro de existir, el desgarrador deseo de inmortalidad.

RENATO RITA

 

 

Diámetro y Caída

Galería Schlifka Molina, Buenos Aires, 2014.

Ahora comenzamos a acercarnos a la línea recta que atraviesa el centro.
La escena visual recorrida pasa por líneas de lápiz, óleo en dispersión y volúmenes escultóricos con alta cromaticidad con acento en el rojo.
El diámetro que mide, es el doble de radio de la esfera ocular.
En las obras, la caída funciona como ansiedad, recorre un perímetro tensado.
El odia el tiempo, el niega el tiempo.
El gesto graba el alma.
La profundidad planteada por Cintia García es una manía performática, en el acto de trazar miles de líneas en el espacio papel, nos traduce en ese impulso que veamos sus obras dejándonos caer.
Los volúmenes en cabezas de Cecilia Méndez Casariego miden por presencia y color los estados de ánimo infantiles, el primer movimiento de los gestos que serán poder, para decir cómo se vive.
Sofía Reynal cruza la tela entre el pensar y la gran pasión del sentir. Mide y se desborda en un espacio ilusorio pictórico. En una cita literaria en la que lo niega.
Ella delimita el placer.

SERGIO BAZÁN, Febrero 2014.

DESOVILLAR EL ENIGMA DE LA TRAMA

Dibujos nacidos de una acción que compromete el cuerpo de la artista; esculturas que amalgaman indagación y extrañeza, y un conjunto de pinturas al óleo cuyo esquema se repite de manera siempre diferente conforman la primera muestra de 2014 en la galería Schlifka-Molina. La curaduría de Sergio Bazán garantiza, además de un piso de calidad, la posibilidad de asomarse al desarrollo de una identidad visual (en este caso, de tres identidades). Diámetro y caída señala dos de los ejes centrales de los trabajos de Cecilia Méndez Casariego, Cintia García y Sofía Reynal, adscriptos a un estilo en proceso de afianzamiento y plenitud.

Las esculturas esmaltadas de Méndez Casariego -en una paleta que va del turquesa al gris plomizo- recurren a un idéntico motivo, curioso y levemente avieso (o tierno, depende del ángulo de observación): cabezas de bebés en una edad previa al lenguaje articulado, cuando sus gestos son interpretados como cifras de un alfabeto doméstico. Bostezos, semisonrisas, el instante previo al llanto, miradas perdidas, enfurruñamientos y expresiones beatíficas integran el repertorio de la artista, que utiliza fotografías para modelar las obras (relieves en yeso coloreados con esmalte) y el curso de su investigación. Méndez Casariego (Buenos Aires, 1980) usa una escala de distorsión corporal: cada cabeza tiene el volumen de un bebé ya crecido y un peso ampliamente mayor. Apoyadas en el piso de la galería como pufs, las esculturas inauguran un cosmos rarificado de especie humana.

De Cintia García (Bahía Blanca, 1969) se exhiben cuatro grandes trabajos que prosiguen la serie Diez millones de líneas, dibujos hechos con lápices de colores sobre un papel de 200 o 300 gramos. Ese gramaje permite plasmar un alto grado de densidad en los dibujos, para los que la artista utiliza todo el radio del cuerpo (más vasto que el que posibilita la mano o el brazo). Bazán comenta que la manera de “dibujar” de García –con  más de diez lápices de colores en la mano, enfrentada al enorme soporte blanco- se asemeja a una danza o a una performance que crece en intensidad y luego cae desde lo alto. En algunas de sus obras ese blanco perdura, efecto de la curvatura de los trazos enmarañados de colores, con la forma de una gota o de un tímpano, y presta a los dibujos la sonoridad de mantras visuales.

Las pinturas de Reynal (Buenos Aires, 1983) fueron definidas como “variaciones de una misma forma”. Ese patrón asimila la estructura del cuadro clásico, con un marco interno y un soporte vacío que el acto de la pintura intentará llenar. En esa intención late la virtud de las nueve obras -que oscilan dentro de una paleta también estricta: blanco, rojo y negro-, en las que el óleo adquiere a veces la textura de una acuarela, y el marco interno de la obra, la de una ventana empañada por el paso del tiempo. Huellas, grabados ocres del pincel, destellos poéticos (en parte provistos por los títulos: Reynal comenta que varias pinturas tuvieron orígenes verbales) mantienen y fuerzan una estructura visual desde dentro, con la determinación discreta de revelar el proceso de un proceso artístico.

(Diámetro y caída. Cecilia Méndez Casariego, Cintia García y Sofía Reynal, en Schlifka-Molina)

DANIEL GIGENA

LA NACION, ADN CULTURA, Marzo de 2014.

 

 

 

 

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